Para comprender la vida publica de Jesús 3P – JJ Benítez Vs
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Para comprender la vida publica de Jesús 3P – JJ Benítez Vs. LU
Por Ewy:
Documento: http://www.urantia.org/spanish/es_docs/doc136.html
LA CUARTA DECISIÓN
El gran problema siguiente con que hubo de luchar este Dios-hombre y que decidió en definitiva de acuerdo con la voluntad del Padre celestial, consistía en si debía o no emplear alguno de sus poderes sobrehumanos para atraer la atención y ganar la adhesión de sus semejantes. ¿Debía él, en algún grado o manera, prestar sus poderes universales para la gratificación del ansia de los judíos por lo espectacular y lo maravilloso? Decidió que no.
Se decidió por una línea de conducta que eliminaba todas esas prácticas como método de llevar su misión a la atención de los hombres. Cumplió constantemente con esta gran decisión. Incluso cuando permitió la manifestación de numerosas ministraciones de misericordia acortadoras del tiempo, casi invariablemente amonestaba a los que recibían su ministerio curativo para que nada dijeran a ningún hombre sobre los beneficios que habían recibido.
Siempre rechazó el reto burlón de sus enemigos que le desafiaban a «darnos un signo» como prueba y demostración de su divinidad.
Jesús sabiamente vio que hacer milagros y ejecutar prodigios tan sólo atraería una lealtad superficial al intimidar la mente material. Tales acciones no revelarían a Dios ni salvarían a los hombres. Se negó a ser simplemente un hacedor de milagros. Resolvió que se ocuparía de una sola tarea: el establecimiento del reino del cielo.
Durante todo este diálogo monumental de Jesús consigo mismo, siempre estaba presente el elemento humano que preguntaba y casi dudaba, porque Jesús era hombre a la vez que Dios. Era evidente que nunca sería recibido por los judíos como el Mesías si no hacía prodigios. Además, si consentía en hacer tan sólo una cosa no natural, la mente humana sabría con certidumbre que estaba sometida a una mente verdaderamente divina. ¿Estaba de acuerdo con «la voluntad del Padre» que la mente divina hiciera esa concesión a la naturaleza incrédula de la mente humana? Jesús decidió que no, y citó la presencia del Ajustador Personalizado como prueba suficiente de la divinidad asociada con la humanidad.
Jesús había viajado mucho; recordaba Roma, Alejandría y Damasco. Conocía las maneras del mundo —sabía cómo obtenían sus propósitos los hombres en la política y en el comercio por medio de compromisos y diplomacia. ¿Utilizaría él este conocimiento en la realización de su misión en la tierra? ¡No! También decidió contra todo compromiso con la sabiduría del mundo y la influencia de las riquezas en el establecimiento del reino. Nuevamente, eligió depender exclusivamente de la voluntad del Padre.
Jesús tenía plena conciencia de los atajos que se abrían para una personalidad con sus poderes. Conocía muchas maneras de atraer inmediatamente la atención de la nación y del mundo entero sobre su persona. Pronto se celebraría la Pascua en Jerusalén; la ciudad estaría llena de visitantes.
Podía ascender al pináculo del templo y ante las multitudes asombradas andar en el aire; ése era el tipo de Mesías que la gente esperaba. Pero después los desilusionaría puesto que no había venido para volver a establecer el trono de David. Y conocía la futilidad del método de Caligastia de tratar de adelantarse al modo natural, lento y seguro de cumplir el propósito divino. Nuevamente se sometió el Hijo del Hombre obedientemente a los procedimientos del Padre, a la voluntad del Padre.
Jesús eligió establecer el reino del cielo en el corazón de la humanidad por métodos naturales, comunes, difíciles y esforzados, los mismos procedimientos que tendrían que seguir en el futuro sus hijos terrenales para ampliar y expandir ese reino celestial. Porque bien sabía el Hijo del Hombre que sería «a través de muchas tribulaciones que muchos de los hijos de todas las edades entrarían en el reino». Jesús estaba pasando ahora por la gran prueba del hombre civilizado, la de tener el poder y negarse continua y firmemente a utilizarlo para fines puramente egoístas o personales.
En vuestra consideración de la vida y experiencia del Hijo del Hombre, deberíais tener siempre presente el hecho de que el Hijo de Dios estaba encarnado en la mente de un ser humano del siglo primero, no en la mente de un mortal del siglo veinte ni de otro siglo.
Con esto deseamos transmitiros la idea de que las dotes humanas de Jesús eran de adquisición natural. Él era el producto de factores hereditarios y ambientales de su época, sumados a la influencia de su crianza y educación.
Su humanidad era genuina, natural, plenamente derivada y nutrida por los antecedentes de la condición intelectual real y de las condiciones económicas y sociales de ese día y de esa generación. Aunque en la experiencia de este Dios-hombre siempre existía la posibilidad de que la mente divina trascendiera el intelecto humano, sin embargo, siempre que funcionaba su mente humana, lo hacía como una auténtica mente mortal lo haría bajo las condiciones del ambiente humano de esa época.
Jesús ilustró para todos los mundos de su vasto universo la tontería de crear situaciones artificiales con el propósito de exhibir una autoridad arbitraria o de permitirse un poder excepcional para perfeccionar los valores morales o acelerar el progreso espiritual.
Jesús decidió que no prestaría su misión en la tierra a una repetición de la desilusión del reinado de los Macabeos. Se negó a prostituir sus atributos divinos para adquirir una popularidad no merecida o para ganar prestigio político. No consentiría a la transmutación de la energía divina y creadora en poder nacional o en prestigio internacional.
Jesús de Nazaret se negó a hacer compromisos con el mal, mucho menos a asociarse con el pecado. El Maestro colocó triunfalmente la fidelidad a la voluntad de su Padre por encima de toda otra consideración terrena y temporal.
LA QUINTA DECISIÓN
Habiendo establecido el criterio sobre lo que se refería a sus relaciones individuales con la ley natural y con el poder espiritual, dirigió su atención a la elección de los métodos que emplearía para proclamar y establecer el reino de Dios.
Juan ya había comenzado este trabajo; ¿cómo podría continuar el mensaje? ¿Cómo podría él seguir con la misión de Juan? ¿Cómo debería organizar a sus seguidores para que el esfuerzo resultara eficaz y la cooperación, inteligente? Jesús ya estaba llegando a la decisión final que le prohibiría seguir considerándose el Mesías judío, por lo menos el Mesías tal como lo concebía la mente común de esa época.
Los judíos imaginaban un libertador que llegaría investido de poder milagroso para derribar a los enemigos de Israel y establecer a los judíos como gobernantes del mundo, libres de necesidades y opresión.
Jesús sabía que esta esperanza no se materializaría jamás. Sabía que el reino del cielo tenía que ver con el derrocamiento del mal en el corazón de los hombres, y que era un asunto de interés puramente espiritual. Reflexionó sobre la conveniencia de inaugurar el reino espiritual con un despliegue brillante y estremecedor de poder —cosa que era permisible y que estaba totalmente dentro de la jurisdicción de Micael— pero decidió en contra de dicho plan. No quería comprometerse con las técnicas revolucionarias de Caligastia. En potencial ya había ganado el mundo sometiéndose a la voluntad de su Padre, y se proponía terminar su obra como la había empezado, como el Hijo del Hombre.
¡Es casi imposible para vosotros imaginar qué habría sucedido en Urantia si este Dios-hombre, ahora en posesión potencial de todo el poder del cielo y de la tierra, hubiera decidido desplegar el estandarte de la soberanía, e invocar en formación militar a sus batallones de hacedores de maravillas! Pero no se avenía a tal cosa.
No estaba dispuesto a ponerse al servicio del mal para que, según es de suponer, triunfara el culto de Dios. Acataba tan sólo la voluntad del Padre. Proclamaría a todo un universo espectador: «Adoraréis al Señor vuestro Dios y a él sólo serviréis».
A medida que pasaban los días, Jesús percibía con claridad cada vez mayor qué clase de revelador de la verdad sería él. Discernía que el camino de Dios no iba a ser el camino fácil.
Comenzaba a darse cuenta que posiblemente el resto de su experiencia humana sería un amargo cáliz pero igual bebería de él.
Aun su mente humana se está despidiendo del trono de David.
Paso a paso esta mente humana sigue la senda de lo divino. La mente humana aún hace preguntas pero infaliblemente acepta las respuestas divinas como dictámenes finales en esta vida conjunta de vivir como un hombre en el mundo mientras todo el tiempo someterse incondicionalmente a hacer la voluntad eterna y divina del Padre.
Roma era el ama del mundo occidental. El Hijo del Hombre, ahora en su aislamiento, elaborando estas decisiones importantísimas, con las huestes del cielo a su disposición, representaba la última oportunidad del pueblo judío para ganar señorío mundial; pero este judío que había nacido en la tierra, dotado de tan extraordinaria sabiduría y poder, se negó a usar sus dotes universales tanto para su propio engrandecimiento como para la entronización de su pueblo.
El veía, por decirlo así, «los reinos de este mundo» y poseía el poder para apoderarse de ellos. Los Altísimos de Edentia le habían entregado estos poderes en las manos, pero no los quería. Los reinos de la tierra eran cosas mezquinas, indignas del interés del Creador y Gobernante de un universo. Uno solo era su propósito: la ulterior revelación de Dios al hombre, el establecimiento del reino, la soberanía del Padre celestial en el corazón de la humanidad.
La idea de batalla, contienda y matanza repugnaba a Jesús; nada de eso quería él. Aparecería en la tierra como el Príncipe de Paz para revelar al Dios del amor. Antes de su bautismo, había rechazado nuevamente una oferta de los zelotes para encabezar su rebelión contra los opresores romanos.
Ahora pues tomaba su decisión final sobre las Escrituras que su madre le había enseñado, que decían entre otras cosas: «El Señor me ha dicho: `Mi Hijo eres tú; yo te engendré hoy. Pídeme, y te daré por herencia los paganos y como posesión tuya las partes más remotas de la tierra. Los quebrantarás con una vara de hierro; como vasija de alfarero los despedazarás