Piratas del Caribe, el cofre de la muerte

Lo barroco contemporáneo
Piratas del Caribe 2. El cofre del hombre muerto

Por María Lorenzo

Pirates of the Caribbean: Dead Man's Chest no sólo fue un gran entretenimiento. Detrás de este gran éxito del 2006 hay mucha tela para cortar: Desde su apego a la tradición del cine de piratas hasta su lógica de videogame, las aventuras de Jack Sparrow merecen revisarse más allá del simple blockbuster que muchos críticos quisieron ver.

¿Recuerdan ustedes a Burt Lancaster en Su majestad de los mares del Sur (His Majesty O’Keefe. Byron Haskin. 1954), sonriendo a cámara con su dentadura inmaculada y diciendo, "No crean todo lo que vean, sino sólo la mitad de lo que vean"? Al igual que las atléticas cabriolas de Lancaster, la acción de Piratas del Caribe 2. El cofre del hombre muerto (Pirates of the Caribbean 2. Dead Man’s Chest. Gore Verbinski, 2006) responde a la voluntad de fundar el espectáculo forzando todo lo creíble, haciendo del entretenimiento un todo inseparable de la originalidad visual. En esta eficaz pieza del cine de evasión, donde confluyen de singular manera barroquismo, piratas e infografía, se genera un subtexto peculiar, velado y heterogéneo, que emerge distraídamente sobre la rica superficie del relato cinematográfico —es decir, lo puramente visual, el efecto brillante—, la parte más gozosa para los sentidos que se adhiere al mismo umbral del razonamiento, sin entrar en contradicción con él.

El cine de piratas conforma un subgénero claramente definido dentro de las películas de marinería, y de aventuras en general. Pocas veces han dado lugar a un drama de final trágico; abundosas en sentido del humor, y más bien parcas en sentido común, las películas de bucaneros gozan de la misma libertad creativa que un espectáculo circense, recargado y autorreflexivo. Era justo comenzar esta digresión evocando el díptico cinematográfico que comenzaba con El temible burlón (The Crimson Pirate. Robert Siodmak. 1952), al que precisamente Piratas del Caribe. La maldición de la perla negra (Pirates of the Caribbean. The Curse of the Black Pearl. Gore Verbinski. 2003) rendía homenaje, imitando el paseo de tres pícaros caminando sobre el fondo del mar bajo un bote invertido. La feliz ocurrencia, el ingenio visual, son bazas frecuentes en este universo ficcional y arbitrario, quintaesencia del romanticismo, ofreciendo al espectador la posibilidad de viajar a un mundo sin reglas, libre, impermeable a los convencionalismos burgueses. El protagonista absoluto de esta ficción, Jack Sparrow, cuyo repente de bailarín y amanerada actitud bien nos hace pensar en un personaje de animación, responde al canon de pirata no por manejar el sable y la pistola —que en realidad lo hace bien poco—, sino por moverse por el mundo con la anarquía indecisa e impertinente de la mosca, encarnando todo un espíritu de nihilismo creativo y autodestructivo.

Antítesis del héroe irreprochable, Jack Sparrow es el joker que evita todo compromiso para, en cambio, salir por la puerta falsa en pos del placer natural y espontáneo, por definición incompatible con los cálculos y servidumbres de la fría productividad de nuestro muy racional y mecanizado mundo —y como confirmando este balance inverso, una rocambolesca estadística pretende demostrar que la temperatura global del planeta aumenta al mismo ritmo que disminuye el número de piratas (¡!)—. A la postre, si Jack Sparrow gana batallas no será por la fuerza de las armas sino por su oportunismo, su ética de pirata sinvergüenza y marrullero: es un comerciante, un diplomático artero, un mago que juega a construir la realidad a su gusto, representándola con las palabras hasta engañar a quien siga el juego de su verborrea.

De seguir el juego se trata, porque las dimensiones caricaturescas a las que llegan sus aventuras requieren de mucha fe en "la mitad de lo que vean". Indiana Jones, un héroe clásico, puede caer de un toldo a otro y aterrizar de una pieza en medio del mercado; aun siendo exagerado, se puede creer en ello. En cambio, los títeres de esta película caen desde alturas inconcebibles y aciertan con pasmosa exactitud en lo que termina siendo toda una coreografía del caos, sazonada con ataques de frutas tropicales, o bien danzando sobre una rueda gigante en movimiento. La clave es que todo lo que pueda imaginarse, puede hacerse visible, alienando definitivamente la película del sentido de realidad del espectador para convertirla en una entidad ficticia regida por leyes propias, lo que termina por desmentir esa idea aún amable e ingenua de que las nuevas tecnologías en el cine son una mera herramienta para simular algo exterior a ellas mismas, demostrando aquello de que el medio es el mensaje en cuanto la omnipresencia de los efectos visuales no nos dejan hueco para pensar en otra cosa que no sea el próximo gag.

A pesar de su potente superficialidad —el oxímoron es factible desde que hemos definido la superficie del goce—, no puede decirse que El cofre del hombre muerto renuncie a pretensiones, digamos, cultas. En un ensayo de retórica visual, el ambicioso comodoro inglés aparece sermoneando a Will Turner sobre el fin de la era de los piratas y la conveniencia de convertirlos en corsarios, mientras un reloj gigante se eleva poco a poco para ser instalado en el colonial edificio. El subrayado casi resulta superfluo; inmersos en las convenciones del género, ya sabemos que los burlescos piratas están más allá del tiempo, aunque la contraposición visual reloj / piratas apunta hacia otro eje narrativo adyacente al origen de esta saga cinematográfica, por el cual los piratas, anclados en la infancia de la memoria —como los indios y las sirenas—, son quienes rivalizan con los Niños Perdidos en Nunca Jamás, todo un paraíso irrecuperable, configurado en nuestra imaginación por la sempiterna iconografía Disney. El subtexto de la película se torna así en pretexto autocomplaciente, en cuanto sus referencias más involuntarias se aglutinan en un mismo molde iconográfico, de alguna forma predeterminado por su marco de producción.

En el cine de consumo, y esta película no es una excepción, se da el curioso fenómeno del guiño al espectador, la referencia visual a lo que él ya conoce previamente, haciendo una suerte de pausa autoconsciente en el curso de la representación. La mirada a cámara por parte de un espectáculo que se sabe contemplado es una característica que comparten, paradójicamente, el cine de autor y la comedia dirigida al público menos exigente, un poco a la manera del burlesque y del antiguo vodevil, un espectáculo bajo –por contraposición con el teatro elegante de su tiempo, dirigido a una élite cultural— y por ello mismo lleno de licencias y pequeñas trampas. Sólo que, en esta ocasión, tales referencias y guiños destinadas a hacerse con el público no vienen formuladas desde un texto humilde y efímero, como eran las tablas de los teatros, sino de la poderosa maquinaria hollywoodiense movida por Jerry Bruckheimer y destinada a multiplicar sus ingresos. No en vano las citas del film y los cuadros vivientes que reproduce proceden de otras potentes plataformas mediáticas que el espectador desea ver convertidos en celuloide, cambiando la interactividad de los parques de atracciones o los juegos de ordenador por la linealidad de una narración encarnada por actores.

En su momento, la propaganda de ambas Piratas del Caribe proclamó hasta la saciedad que el origen de la misma estriba en la atracción del mismo nombre que hay en todos los Disneyland del mundo, con varias décadas de antigüedad, consistente en la animación mecánica y repetitiva de secuencias de piratería que, mediante su milagrosa imitación de lo viviente, debían dejar boquiabiertos a niños y adultos. Para hacernos una idea, estos seres animatrónicos que Walt Disney calificaba con petulancia como "la animación de la era espacial", guardan mucho en común con aquellos santos de madera que daban su bendición en ciertas procesiones de Semana Santa mediante un brazo mecánico. La animatrónica misma tenía su origen en la religiosidad, surgiendo como un sistema automático para recoger las dádivas en los antiguos templos griegos; más allá del frío análisis racional, ver es creer.

En verdad, ambas películas de la saga acusan ese ser retablo, como una acumulación de secuencias más que como un desarrollo argumental donde cada acción es indispensable y estrictamente necesaria. Sobre todo en La maldición de la Perla Negra se observaban secuencias cuya única razón de ser era recrear distintas fases de la atracción, como el intento desesperado de unos piratas por escapar de su prisión incitando al perro guardián a traerles las llaves, o bien la escenografía completa de la cueva en la isla de Muerta, con sus tesoros malditos y osamentas parlantes —ya puestos, ¿era realmente necesario convertir en esqueleto a Jack Sparrow, con el consiguiente duelo a espada que no hacía sino retardar el inalcanzable final de la primera parte?—. Así tiene lugar una contradicción aparente, la del movimiento de la acción con el estatismo teatral de las referencias visuales, mezclándose fetichismo y guiño pseudocultural en una suerte de encantamiento de mago primigenio al que sólo accederían un pequeño número de iniciados —los afortunados visitantes del parque Disney— para convertir, en suma, el relato cinematográfico en proyección y reclamo de otros medios de entretenimiento.

En esta segunda entrega que nos ocupa todavía pueden apreciarse algunas evocaciones ornamentando el fondo de la acción —como la tortura del alcalde en el pozo de Puerto Tortuga—, aunque esta vez han pesado más los flecos de la otra gran influencia, no confesa, que ha dominado Piratas del Caribe desde su concepción, la debida a Lucas Entertainment Ltd. y su inefable serie de juegos para ordenador Monkey Island. No hay que ser un lince para captar las concomitancias entre el aguerrido pero torpe Will Turner y el lamentable aspirante a pirata Guybrush Threepwood, o que su novia Elizabeth es un trasunto de la intrépida gobernadora Elaine. Personalmente opino que estos calcos han sido cruciales a la hora de atraer al gran público a los cines, como un potente señuelo para los seguidores de este pasatiempo excéntrico y adictivo, mucho más generalizado —y por tanto, democrático— que las elitistas visitas al parque Disney. Casi desde el comienzo del film, con Jack remando sentado en un féretro, o cuando visitan la ciénaga de la hechicera vudú, ya no sólo la escenografía sino la historia misma se alimenta de lo que ha quedado del genial videojuego en nuestro imaginario colectivo, si bien, por puro fetichismo, vuelve a tener lugar ese fenómeno de secuencia-cuadro viviente que acusaba la primera parte, aunque se trate de uno de los episodios más divertidos de la segunda, la visita a la isla de los caníbales —personajes que aparecen en todas las aventuras de Guybrush Threepwood—, siendo un capítulo tan independiente del resto de la narración como los sketches autoconclusivos que componen, mamporro a mamporro, cualquier cartoon animado de la Warner.

Llegados a este punto, hago un inciso para confesar que me atraen sobremanera aquellas películas que acusan una profunda influencia no sólo de los juegos de ordenador, sino del contexto virtual en que son generados. No me refiero a las traspolación al cine de los argumentos básicos de juegos —como Resident Evil o Doom—, sino a aquellas narraciones que se deben plenamente a los automatismos que la informática ha generado en la vida moderna, como la posibilidad de equivocarse y corregirse mil veces que proporciona el comando ctrl-Z —patente en la inefable Atrapado en el tiempo (Groundhog Day. Harold Ramis. 1992)—, o incluso el síndrome de vidas infinitas que vertebra Corre Lola, corre (Lola Rennt. Tom Tykwer. 1998). Monkey Island es el juego de lógica más ilógico que conozco: su secreto es el de una combinatoria infinita, probando un objeto con otro hasta dar con la clave necesaria para continuar. De alguna manera, la combinatoria de Monkey Island reverbera a gran escala la numeración binaria en que se fundamenta la informática misma: una lógica ciega y sorda, atonal, que sin embargo es capaz de traducirse en las más sorprendentes creaciones de infografía. De ahí también que el deleite fundamental de Monkey Island sea precisamente descubrir las más extravagantes coincidencias —usar "mono hipnotizado" como "llave de paso" de "catarata gigante"—, que a fin de cuentas encarnan el más superlativo y disparatado conceptismo de nuestro tiempo.

No obstante ya no es la entrañable animatrónica, sino la animación por ordenador, el medio y finalidad de estas películas, sostenidas por el afán de la industria en diseñar efectos visuales simplemente porque todo lo que se puede imaginar, se puede realizar. Viendo moverse los tentáculos de la barba de Davy Jones, me preguntaba cómo habría simplificado el problema un animador de stop-motion como Ray Harryhausen. Pero el desarrollo de dichos efectos no puede calificarse a priori como bueno o malo, tan sólo se trata de una opción estética que condiciona el estilo caprichoso y excesivo de su conjunto, como cuando vemos una apoteosis rococó pintada al fresco: no nos identificaremos con la politizada mitología del techo, pero nunca dejaremos de admirar la pericia del maestro pintor. Lo que en la primera entrega de la saga era el óseo ejército de almas en pena, en esta ocasión se trata de un bestiario arcimboldesco, con los retorcimientos propios de un aristocrático gabinete de curiosidades, bullendo en frenéticas metamorfosis, si bien estos portentos han dejado de ser exclusividad de un gusto decadentista para que todos los públicos puedan recrearse en sus maravillas —es lo que tiene el cine: como la muerte, nos hace a todos iguales.

A mi pesar, aun considerando Piratas del Caribe la saga de aventuras más notable concebida en esta década, y que como trilogía superará los mediocres resultados de las precuelas de Star Wars —extraordinaria la despedida de Jack Sparrow a lo Han Solo, así como el cierre sorpresa de esta segunda parte—, en ocasiones echo de menos que, pudiendo, no se haya cruzado la línea que separa lo convencional de lo original, ni que en ningún momento los creadores de estas entregas hayan osado apropiarse de los brillantes anacronismos de Monkey Island, ni de su olor calderoniano a La vida es sueño. Por el momento me conformaré con una historia de piratas nada tópica, donde las más inesperadas piruetas dictaminan la suerte de sus personajes, perseguidos por ejércitos de piratas malditos, pululando semipodridos sobre los mares —me pregunto qué nuevas sorpresas y desenfrenos visuales nos deparará la tercera parte—. Hasta aquí llega mi comentario; ya se sabe que las películas de piratas, como las bicicletas, son para el verano.

 

Pirates of the Caribbean: Dead Man's Chest
Dirección: Gore Verbinski
Guión: Ted Elliot, Teddy Rossio.
Producción: 2006. EEUU. Jerry Bruckheimer.
Música: Hans Zimmer.
Fotografía: Dariusz Wolski.
Intérpretes: Johnny Depp, Keira Knightley, Orlando Bloom, Jack Davenport, Hill Nighy, Johnatan Pryce.
Duración: 150 min.

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