Por qué leer ciencia ficción

Por qué leer ciencia ficción

por Maribel Orgaz

La ciencia ficción puede renovar la literatura de nuestros días, con la posibilidad de abrirle vías completamente nuevas como ningún otro subgénero puede hacer en la actualidad.
Este ensayo pretende -justamente- demostrar por qué.

A menudo me pregunto cómo es posible que la ciencia ficción no tenga mayores índices de lectura en España o al menos los niveles de lectura de otros países. Cómo aún, no hay una lectura fervorosa de las mejores novelas de ciencia ficción que pueden renovar, bajo mi punto de vista, la poesía y al final, la literatura de nuestros días hasta el punto de abrirle vías completamente nuevas como ningún otro subgénero puede hacer en estos momentos.

Desde hace unos años, existe un gran interés en intentar unificar y tender puentes entre las ciencias y la literatura. Hay numerosos escritores que han intentado extraer de la física o las matemáticas aspectos que enriquezcan el lenguaje poético. Desde Magnus Enzensberger hasta Annie Dillard, el interés es cada vez mayor. En la mayoría de los casos, las dificultades de esta tarea se achacan a la ignorancia, a la carencia de formación del lector para abordar capazmente la expresión matemática de un problema dado. Sin embargo, algunos de estos escritores pueden abordar sin problemas complejos conceptos de física, matemáticas, química. Dillard comentaba amargamente en su ensayo Living by fiction que tras leer kilómetros de estanterías de divulgación científica, la esterilidad del empeño era demoledora. En esas ocasiones, los resultados nos son los esperados. La incorporación de aspectos de la mecánica cuántica, citaba como ejemplo la escritora americana, ha sido decepcionantes para la literatura y básicamente ha quedado reducida a la idea de que nos movemos en un caos cotidiano en el que "El mundo es una energía sin dirección, una serie infinita de posibilidades aleatorias". Esta autora, ganadora de un premio Pulitzer, se reconocía incapaz de insuflar "misticismo" en la física, es decir de hacer de ella un material poético, y achaca el problema al aislamiento de la física, a su imposibilidad de ser traslada en todo su significado al lenguaje cotidiano. "La física, [reconoce Dillard vencida] sólo tiene una vía de expresión apropiada para sus exigencias de exactitud y belleza: las matemáticas". Las palabras en ese sentido, no sirven. Y lo que es peor, el lenguaje y con él la literatura no se impregnan de algo nuevo proveniente de estos campos.

En realidad, qué están buscando estos escritores: una forma nueva de abordar la creación literaria, nuevas formas de expresión y con ellas, de interpretación del mundo, que es lo que en definitiva quiere toda obra literaria. En resumen, buscan nuevas metáforas.

El famoso médico Lewis Thomas, que fue además un excelente divulgador científico se preguntaba si la metáfora no era la forma de pensamiento en común, de pensamiento colectivo entre distintas personas. La idea de cómo viven las termitas, por ejemplo, trabajando de forma colectiva y no individualmente, señalaba en su obra Reflexiones nocturnas puede hacernos recapacitar acerca de si los humanos no hemos hecho lo mismo con el lenguaje y las metáforas. De esta manera, la metáfora no es sólo un recurso literario sino que es algo que manejamos habitualmente en nuestra vida cotidiana: a la hora de actuar y pensar estamos haciéndolo en términos metafóricos. La famosa idea de qué mundo habitaríamos si en lugar del concepto "la discusión es una guerra", fuera "la discusión es una danza", es recogido puntualmente por Lewis Thomas, idea que George Lakoff y Mark Jonson desarrollaron a modo de ejemplo en su obra clásica Metáforas de la vida cotidiana, unos años antes.

Si las metáforas cambian es porque también lo hace nuestra percepción del mundo. Uno de los fenómenos mundiales comunes es la tendencia a agruparnos en ciudades. Es algo que ocurre en todos los países, sean desarrollados o no. Con ello, la cultura agraria y la clase campesina van paulatinamente desapareciendo y en el caso de los países más desarrollados puede decirse que se han extinguido por completo. La mayor parte de la gente que aún conserva cierta memoria del trabajo agrícola no recuerda más que la dureza del trabajo, el aislamiento, y la asfixia cultural y social del entorno rural. La visión idílica de la naturaleza no proviene del campesino que cultivaba patatas en el siglo XIX, cerca de los páramos de Yorkshire, sino de las hijas del vicario Brontë que paseaban a menudo en primavera para ver cómo se llenaba de flores aquella tierra durísima. Sin duda, en nuestros días, esta idealización ha venido de la mano de conservacionistas y ecologistas, y de todos aquellos que no hemos tenido que arar los campos o apacentar ganado para subsistir. En la literatura hay varios ejemplos, hechos con la intención de documentar todo un ocaso, el del campo frente a la ciudad: John Berger escribió su trilogía Puerca tierra, Lila y Flag y Una vez en Europa, con esta intención. Es decir, levantar acta del fin de todo un mundo, de costumbres, folklores y formas de vidas que a partir del siglo XX desaparecerá para siempre.

En lo que se refiere a nuestro país, el 75% de la población vive ya en núcleos urbanos y la tendencia no parece que vaya a invertirse. Así que, tanto aquí como en el resto del planeta la mayor parte de los habitantes vivirá en entornos urbanos, en ciudades y es urgente que el lugar por el que caminamos, en el que respiramos y nos relacionamos encuentre su dignidad y nuestro respeto. Es una constante en cualquier conversación desgranar todas las incomodidades que procura habitar una ciudad: hacinamiento, contaminación, delincuencia. Thomas llega a calificar a la ciudad, al agrupamiento masivo de personas, del mayor error biológico que ha cometido el hombre.

Escribir en contra las ciudades entra ya en la categoría de tópico y sólo algunos como el psiquiatra Luis Rojas Marcos son capaces de escribir sin complejos textos en los que priman las ventajas sobre los inconvenientes; siendo la principal de ellas, la ciudad como motor de progreso (La ciudad y sus desafíos). Aunque cualquiera se queje de la incomodidad de vivir en Madrid o Barcelona, Bilbao, Valencia o Vigo, son muy pocos los que estarían dispuestos a vivir sus vidas en pueblecitos diminutos. Y creo que aún menos los que querrían volverse para cultivar el campo.

Porqué entonces, la ciudad no es enjuiciada con mayor ecuanimidad, porqué no volver los ojos a un entorno urbano, a un mundo de desarrollo tecnológico e industrial como son nuestras ciudades. Probablemente porque hemos vivido demasiado tiempo al aire libre y aunque la primera ciudad apareciera en Irak, hace 6.000 años, lo cual parece bastante tiempo, en realidad, nueve décimas partes del homo sapiens se la ha pasado correteando en taparrabos por el planeta. Fenómenos como el arco iris, las nubes desfilando por el cielo o el llamear de una fogata están grabados en nosotros con una fuerza poderosa, la que dan cientos de miles de años sin medios de comunicación para distraernos ni calefacción de gas para calentarnos.

Es curioso cómo seguimos recurriendo a una experiencia vital en entorno que prácticamente ningún habitante de la ciudad ha vivido de primera mano para comunicarnos entre nosotros, una vez más, cómo buena parte de nuestro lenguaje está plagado de metáforas que hoy en día no contienen mayor significado que la costumbre, la petrificación de un pasado y de unas experiencias, cada vez más lejanas: "piel suave como un recién nacido", "fresca como el olor del azahar en la mañana", "fiero como un león", "dorada como una espiga de trigo madura"... Reconozcámoslo, la mayor parte de nosotros no tiene un sus manos un recién nacido hasta casi los treinta años, el azahar lo conocemos por los juegos interactivos del olfato del Museo de la Ciencia y los leones, los del zoológico de nuestra ciudad. En cuanto al trigo, es una imagen recurrente de los spot televisión para demostrarnos que el pan, efectivamente, empieza en una espiguita. ¿Quién de nosotros, los habitantes de la ciudad, es decir, más de treinta millones de españoles, es capaz de distinguir o reconocer el canto del ruiseñor, el del zorzal o de la alondra?

El entorno urbano y tecnológico, fuente de nuevas metáforas

De la misma manera, nuevas disciplinas como la ingeniería genética provocan en la mayoría de las personas más recelo que confianza y ni siquiera el lenguaje consigue incorpora más allá de unos cuantos neologismos que de momento parecen incrustaciones extrañas en el habla cotidiana. Por lo que se refiere a la construcción de nuevas metáforas basadas en el entorno urbano como fuente primera y primordial de experiencias cotidianas, eso está aún por venir. Un ejemplo, las nuevas fórmulas de pervivencia de la estructura familiar son tan amplias que quizá como los esquimales, que carecen de una sola palabra para denominar a la nieve; nuestra confusión sea aún mayor porque sólo disponemos de una palabra para denominar a la relación que se establece por parentesco. En el futuro parece que el concepto de familia será más que nunca por afinidad y quizá con matices de temporalidad. Y de momento, sólo tenemos una palabra para definirla.

Así, buena parte de la poesía sigue insistiendo en metáforas que están vacías de significado porque nadie sabe muy bien qué quiere decir un poeta cuando recurre a imágenes de la Naturaleza, a experiencias de la Naturaleza. No sólo la Naturaleza es ya una desconocida, sino que cada vez determina menos nuestras relaciones y nuestra vida diaria.

Es en este punto, en el que algunos escritores se vuelven a la física, a la matemática, a la química, esperando encontrar en el ámbito de lo infinitamente grande, de lo infinitamente pequeño, claves nuevas, formas nuevas, de abordar el mundo en el que vive. Annie Dillard no sólo tira la toalla tras el intento, sino que propone volverse hacia la biología, hacia las Ciencias Naturales... si los óvulos se fertilizan en tubos de ensayo, si la ciencia y la tecnología difuminan cada día las fronteras en conceptos como natural o artificial, quizá en estos momentos, volverse hacia la biología no parece más que un residuo de añoranza, de la seguridad de un entorno que conocemos bien porque fue el que hasta ahora habitamos durante miles de años.

En general, podríamos decir, el campo ya no nos sirve. Al menos, no en el sentido de experiencia fundamental, de experiencia base, e incluso de primera experiencia sobre la que construir nuestra estructura conceptual de las cosas, es decir, de elaborar metáforas con las que comprender el entorno en el que vivimos y la sociedad que habitamos. El campo con su lentitud y su ritmo, sus ciclos y su estatismo. Estamos a un paso de convertir en habitat natural, el entorno artificial más complejo y cambiante posible. La ciudad.

 

Es entonces, cuando la ciencia ficción tiene un papel inmejorable. La definición que mejor serviría para este propósito, para definir qué es la literatura de ciencia ficción, es la que dio uno de los escritores más populares del género, Isaac Asimov: "la ciencia ficción es la rama de la literatura que trata la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología". Esta definición más que de futuro, parece que está refiriéndose ahora mismo, porque si algo caracteriza al siglo pasado y a éste, son los cambios que ciencia y tecnología introducen en nuestras vidas. Y los escritores de ciencia ficción se mueven con soltura y en muchos casos, se expresan con multitud de metáforas completamente nuevas que están basadas en el entorno artificial en el que nos movemos, en el habitat en el que vivimos y que debe ser reivindicado como un espacio tan natural, por habitual y cotidiano, como lo fueron en su día un bosque o una montaña.

De la mano de la ciencia ficción, la ciudad y sus artefactos pueden volverse un lugar digno de respeto y por tanto, mejor. Con sus proyecciones y anticipaciones, este género posibilita reflexionar sobre los cambios vertiginosos que se producen en nuestras sociedades complejas. Las mejores obras de ciencia ficción, me atrevo a decir, son caminos trazados sobre los que se puede transitar. Alguien ha reflexionado sobre lo que permanece de humano en los mayores y más acelerados cambios tecnológicos. Y es en este punto, si nos apoyamos en lo que los mejores escritores de ciencia ficción están asimilando y reflexionando, sobre el que nada de lo que pueda venir, nos será extraño.

El ejemplo más popular que se me ocurre es lo que escribe William Gibson y su machacona insistencia en que lo que le interesa es la poesía que hay en lo tecnológico. No en el hecho de anticipar acertadamente o tan siquiera proyectar de forma coherente una nueva época. La frase extraordinaria del comienzo de Neuromante es un buen ejemplo. Un elemento natural, el cielo, tiene el color de la pantalla de un televisor, un elemento artificial, y no sólo resulta cautivador, sino que es poético. Es muy probable que un niño vea antes el gris del televisor que un cielo tormentoso tormentoso, entre las aristas de los edificios en donde vive.

Encontrar la poesía del entorno urbano, de la ingeniería genética, del nuevo hábitat en el que vamos a vivir es una tarea para la que la literatura de ciencia ficción está en considerable ventaja. Lleva años haciéndolo y ahora se ha hecho realidad. Si el brazo de una mujer tiene la suavidad del plástico y la evocación resulta acertada, multitud de objetos y cosas completamente artificiales con las que convivimos a diario pueden avanzar un paso en nuestra consideración.

Sólo los escritores de ciencia ficción se han atrevido a alabar sin complejos, la belleza de tantos objetos despreciados por ser "artificiales", de fascinarse con multitud de la multitud de posibilidades que ofrecerán los avances tecnológicos. Exactamente igual que en su día hicieron otros poetas con materias extrañas hasta que ellos las trataron. Quizá ha llegado el momento de pensar que junto a un Monet o un Van Gogh y un árbol centenario o los buhos reales, pueda colocarse en nuestra estima algunos plásticos que evocan, efectivamente, el tacto sedoso y cálido de la piel humana.

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